lunes, 24 de agosto de 2009

*** MARCO ESTUDIO: LOS ESCENARIOS LABORALES Y FAMILIARES EN LA SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y EL CONOCIMIENTO: EN TORNO A TRES PROBLEMAS***

La transición de la sociedad industrial a la Sociedad de la Información y el Conocimiento, SIC, ha implicado una serie de cambios que, por diversas razones, no se han producido de forma armónica o coordinada.

Así, en la esfera productiva, ha tenido lugar una sobredimensión sin precedentes del sector servicios, que ha exigido la ampliación de la fuerza laboral y que ha impulsado el cambio demográfico más importante del siglo XX: la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral. El incremento de las exigencias productivas en la sociedad del consumo ha empujado a las mujeres no sólo a integrarse en el mercado de trabajo, sino también a tener que asumir un papel importante en la generación de ingresos económicos familiares. Los datos estadísticos apuntan que tanto ellas, como ellos, contribuyen a la economía doméstica. Así, las parejas de doble ingreso han aumentado en ocho años un 12 por ciento y constituyen ya el 42 por ciento de las familias de la Unión Europea (Franco y Winqvist, 2002). Como consecuencia, las mujeres han complementado masivamente su rol en la esfera privada con un rol nuclear en la esfera pública. Sin embargo, el proceso inverso, el de la asimilación de las funciones esenciales de cuidado del hogar y la familia por parte de los hombres, no ha sido tan claro. La cuestión se hace especialmente grave cuando, a raíz del incremento de la esperanza de vida y el envejecimiento de la población (no absorbido por la políticas del bienestar), las exigencias de cuidado no han disminuido, sino que, por el contrario, han aumentado (La Parra, 2001). Un alto porcentaje de mujeres trabajadoras (42 por ciento) manifiestan hacerse cargo solas de familiares mayores (MTAS, 2003), ocuparse, en exclusividad, del cuidado de los niños (40 por ciento) y llevar principalmente las tareas del hogar (41 por ciento).
Por otra parte, la aprobación de regulaciones derivadas de las políticas familiares (ley del divorcio, ley de parejas de hecho) ha provocado, de entrada, en estos últimos tiempos, modificaciones radicales en la institucionalización de la unidad familiar: el modelo ya no es siempre una pareja que se reparte funciones y roles. El número de matrimonios convencionales ha decrecido, las fórmulas alternativas (parejas, parejas de hecho) se han incrementado, cada día hay más divorcios y, en consecuencia, van aumentando los hogares monoparentales (que oscilan ya entre el 6 y el 15 por ciento en la UE) (Chinchilla, Poelmans y León, 2005).

En este nuevo escenario, tanto la esfera productiva como la familiar presentan condicionantes rígidos que las hacen difíciles de conjugar. Así, nuestro sistema de trabajo mantiene configuraciones heredadas de la sociedad industrial (como la cuantificación horaria, la ubicación espacial, la separación de las esferas privada-pública, las estructuras jerarquizadas o la existencia de estereotipos de género), que implican constricciones temporales, espaciales y funcionales. Por su parte, la familia de la Sociedad de la Información y el Conocimiento, SIC, pese su nueva composición e institucionalización formal, mantiene las funciones de provisión y cuidado, imbuidas también de estereotipos, de la familia tradicional.

Así las cosas, en nuestro entorno, se plantean, entre otros, tres problemas: la segregación vertical, la segregación horizontal y la conciliación de las esferas productiva y reproductiva.

1. LA SEGREGACIÓN VERTICAL


Aunque el acceso al mercado laboral de varones y mujeres, al menos en los países desarrollados, se ha ido igualando, los datos apuntan que en la Sociedad de la Información y el Conocimiento todavía existe un desequilibrio. Sistemáticamente, las mujeres se ven excluidas de puestos directivos y adheridas a las labores de menor prestigio en las instituciones (Cooper y Puxty, 1996; Jouhette y Romans, 2006; López Diez, 2001; Loutfi, 2001; Macintosh, 1990; Reskin y Padavic, 2002; Tinker y Neimark, 1987; Wirth, 2001), en casi todas las ocupaciones (ACHE, 2001; Goodman, Fields y Blum, 2003; Robinson-Walker, 1999; Tang, 1997), en casi todos los sectores
(Dingell y Maloney, 2002) y en casi todos los países (OECD, 2002).

Para dar razón de esta inequidad, se apuntan dos tipos de explicaciones (Peleteiro y Gimeno, 1999). Unas, optimistas, que sostienen que la situación es coyuntural y que la desigualdad tenderá a reducirse en la medida en que mujeres universitarias se vayan incorporando al mercado. Otras, más beligerantes, que sostienen que la exclusión femenina responde a condiciones individuales, organizacionales o socioculturales que traducen “sesgos de género” (Peleteiro y Gimeno, 1999; Snyder, Verderber, Langmeyer y Myers, 1992). En esta última línea, desde los años 70, y especialmente en el ámbito anglosajón, vienen acaparando la atención, por una parte, el llamado “techo de cristal”- término acuñado en EE.UU. para describir “las barreras artificiales e invisibles, creadas por prejuicios organizacionales y actitudinales, que impiden que las mujeres ocupen cargos directivos” (Wirth, 2001: 2) - y, por otra, el “suelo pegajoso”, al que las mujeres se ven adheridas al ocupar sistemáticamente puestos inferiores, de baja responsabilidad y, por tanto, de menor salario (Wirth, 2001).

2. LA SEGREGACIÓN HORIZONTAL

Al margen de las desigualdades sexuales en la jerarquía empresarial, es un hecho el que, en la mayoría de las sociedades haya una fuerte tendencia a que los hombres y las mujeres se ubiquen en distintos sectores -segregación horizontal- y el que, en algunas ocupaciones, pueda haber también internamente una división laboral “sexualmente no neutra” -concentración horizontal (Elson 2000, Grimshaw y Rubery, 1997; Poggio, 2000; Siltanen, Jarman y Blackburn, 1992, 1995). Si esta dispar distribución implica diferencias sustanciales en las oportunidades de remuneración, promoción o prestigio para un sexo en detrimento del otro, entonces, se produce una desigualdad de género, que puede ser considerada “discriminación” horizontal (Blau y Kahn, 1992; Grimshaw y Rubery, 1997; ILO-OIT, 2003; Jacobsen, 1994; Reskin y Padavic, 1994).

La concentración sistemática de hombres o mujeres en determinados sectores o labores es explicada básicamente, también, a partir de dos grandes tipos de teorías: las económicas y las socioculturales (Anker, 1997; Hakim, 1995).

Las primeras, de nuevo, menos beligerantes, parten de la idea de que los mercados laborales funcionan con eficiencia y racionalidad y conjugan los intereses de la demanda y de la oferta.

• Un primer subgrupo de proposiciones incide en la importancia de los factores instituciones y estructurales en la segregación horizontal. Así, la hipótesis de la “parcelación laboral” sostiene que los mercados de trabajo están segmentados en función de variables determinadas Hay sectores “primarios” (de buenas condiciones salariales, estabilidad y con fáciles posibilidades de promoción) y sectores “secundarios” (de peores condiciones, en los que los empleados tienen menos estabilidad y se enfrentan a una competencia sin cuartel). Los sectores “primarios” están en condiciones de asegurarse los trabajadores más cualificados, especializados y demandados. Los “secundarios” se quedan con los trabajadores menos demandados, con inferior formación, especialización y dedicación. La permeabilidad del sistema es escasa y resulta difícil para los trabajadores pasar de un sector a otro. Dado que la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral es posterior a la de los hombres, la acumulación en capital humano de ésta (en formación, especialización y experiencia) es menor. Desde una perspectiva optimista, se sostiene que la situación de polarización sexual de los mercados es coyuntural. Así, en la medida en que las universitarias, con buena formación se van incorporando al mercado de trabajo, la concentración horizontal por sexos tiende a reducirse y determinados sectores “primarios” se van feminizando.

• Un segundo subgrupo de suposiciones busca la explicación de la segregación horizontal esencialmente en factores individuales. Así, la hipótesis neoclásica del capital humano (Doeringer y Piore, 1971) plantea que tanto el empleado como el empleador luchan por conseguir los puestos más rentables según sus necesidades. Los primeros eligen puestos acordes con sus dotes personales (inteligencia, estudios, experiencia, etc.), sus circunstancias familiares (tales como el tener que ocuparse de un niño de corta edad), sus capacidades personales y sus preferencias (por ejemplo, un ambiente de trabajo agradable). Por su parte, los segundos intentan maximizar sus beneficios, acrecentando la productividad y reduciendo los costos en la medida de lo posible. Los hombres y mujeres se distribuyen desigualmente, bien porque hay diferencias en la acumulación de capital humano (edad, instrucción, experiencia o dedicación) bien porque, sin haberlas, se piensa que éstas existen. En efecto, la hipótesis sobre la “discriminación económica” (Becker, 1971) plantea que, en una situación de información imperfecta sobre la productividad individual de los trabajadores, los empleados, empleadores y clientes se guían por estereotipos sobre roles laborales por sexo1. La “hipótesis de la discriminación por razonamiento estadístico”, por su parte, supone que son las creencias sobre las diferencias medias entre sexos en “capacidades, aptitudes, y actitudes” lo que impulsa a segmentar el mercado.

A las hipótesis económicas anteriores, responden, criticándolas y complementándolas con factores ajenos al mercado de trabajo las teorías sociosexuales o feministas, más beligerantes (Arbaiza, 2001; Borderías y Carrasco, 1994; Durán, Serra y Torada, 2001; Reskin y Padavic, 1994; Rodríguez, Goñi y Maguregi, 1996). Según estos planteamientos, las elecciones en la distribución laboral por género no son “racionales”, sino el producto de un sistema de socialización sexualmente no neutro. La educación y cultura patriarcal hacen que, sistemáticamente, las trabajadoras “prefieran” labores que encajan en los esquemas de la “feminidad” y los trabajadores en los de la “masculinidad”. Así mismo, a partir de los esquemas laborales aprendidos y enseñados, con la consiguiente definición de los puestos laborales, las empresas y los empleadores encajan a los empleados y empleadas en labores “femeninas” o “masculinas”. Los patrones del “deber ser” del sexo y la profesión impulsan decisiones y conductas. Lo más grave es que, en estos esquemas, el sistema determina sistemáticamente distintas condiciones de trabajo para hombres y mujeres, no en función de las necesidades del puesto, sino en función del sesgo de género. Así, la flexibilidad o el horario parcial, la invisibilidad y la coordinación se consideran adscritos a los trabajos de mujeres, por ejemplo. La sobre-dedicación temporal, el esfuerzo, el reconocimiento y las posibilidades de promoción a los trabajos de hombres. En definitiva, las condiciones ofrecidas y elegidas son así persistentemente perjudiciales para un sexo en detrimento de otro.

Al margen de las causas que las originan, lo cierto es que como han puesto de manifiesto algunas investigaciones, la dispar distribución sexual en algunos trabajos, tiene consecuencias inmediatas. En primer lugar, a menudo refleja inequidades salariales o de promoción que afectan a la justicia social. En segundo lugar, puede repercutir negativamente en el funcionamiento de los mercados de trabajo, debido a la rigidez en la movilidad entre ocupaciones. Una excesiva polarización de las posiciones en función de sexo provoca problemas para la retención de talento y la obtención de la máxima productividad del capital humano. Así, las compañías en las que los empleados perciben que puede haber una discriminación horizontal por género tienen trabajadores con más rotación y menos satisfacción laboral, están expuestas a más demandas legales y pueden ver mermadas sus ventas en productos o servicios en un mercado con una creciente sensibilidad de género (Maté, Nava y Rodríguez, 2002; OECD, 1997). Por otra parte, una gran división por sexos en las ocupaciones puede influir sobre las expectativas laborales y familiares de las nuevas generaciones, perpetuando las divisiones. En la medida en la que hombres o mujeres perciban que su productividad marginal en el trabajo está desigualmente recompensada, invertirán menos en capital humano y las diferencias entre sexos se agrandarán (Jacobsen, 1994).

3. EL CONFLICTO TRABAJO-FAMILIA


Al margen de las cuestiones de segregación sexual, en la Sociedad de la Información y del Conocimiento, SIC, emerge un tercer problema. En efecto, a causa de las presiones incompatibles derivadas de los roles laborales y familiares, muchas ciudadanas, y algunos ciudadanos, dicen experimentar un conflicto entre familia y trabajo (FWC) y entre trabajo y familia (WFC)2, que puede empujar a relegar una de las dos esferas a favor de la otra. La renuncia a la centralidad de la vida laboral en beneficio de la familiar se ha relacionado con los fenómenos de segregación vertical y horizontal que afectan a las mujeres. La renuncia a la centralidad de la vida familiar, en beneficio de la laboral, tiene conexión con el descenso de la tasa de fecundidad, puesto que el retraso o la anulación de la maternidad-paternidad no son infrecuentes en algunos grupos de trabajadores.

El conflicto entre familia y trabajo (FWC) y entre trabajo y familia (WFC) que algunos ciudadanos dicen experimentar en la Sociedad de la Información y del Conocimiento, SIC, puede venir por inadaptaciones espacio-temporales (conflictos de tiempo), por inadaptaciones funcionales (conflictos de labores) o por inadaptaciones de expectativas y conductas derivadas de ambas esferas (conflictos de roles) (Greenhaus y Beutell, 1985).

• Las primeras, se dan fundamentalmente por la inflexibilidad (todavía) de las infraestructuras en el trabajo y en el hogar. En efecto, las condiciones objetivas (horarios y espacios) del mundo productivo no son combinables con los requerimientos temporales y la presencia física en el hogar que, sobre todo en determinados periodos, requiere el ámbito familiar.
• Las segundas, surgen de la inequidad y la rigidez existentes de las estructuras tanto del mundo laboral (que sigue, por ejemplo, midiendo la productividad en función de horas y no de objetivos) como del privado (que sigue sin distribuir simétricamente el trabajo doméstico o el cuidado de los hijos). Este tipo de conflicto obliga a un porcentaje de la población a realizar lo que se ha denominado una “doble jornada sin remunerar” (Hochschilld, 1989): primero fuera de casa y luego en el hogar.
• Las terceras se generan desde las superestructuras, y se derivan, fundamentalmente, de la relación entre los roles profesionales y domésticos. Los estereotipos de género, por ejemplo, suponen aún un punto de tensión tanto para los hombres como para las mujeres que, al moverse tanto en la esfera laboral como familiar, han de desempeñar una multiplicidad de papeles sobre los que tienen unas expectativas y que les exigen determinadas conductas.

Profundizaremos con más detalle sobre las causas y consecuencias del conflicto familiar y laboral, pero, en cualquier caso, es preciso adelantar que, sin embargo, como afirman Martínez, Vera y Paterna (2002), no son tanto las condiciones objetivas (lo que hay) como las condiciones subjetivas (lo que es percibido) las que determinan la aparición y sentimiento de conflicto e incompatibilidad entre los roles.


FUENTE: AEAP - La mujer en las agencias publicitarias.
Marta Martín Llaguno, Marina Beléndez Vázquez y Alejandra Hernández

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